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Oriana Fallaci y los medios de comunicación en el 68

Por: Mónica Hernández-Roa  horacero.com.mx
02/10/2013   Traduzione Google

A 45 años de la masacre de estudiantes del 2 de octubre en Tlatelolco a manos del Ejército Mexicano, ordenada por el gobierno federal (el presidente Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Alvarez desde la Secretaría de Gobernación) lo primero que me viene a la mente son las docenas o el centenar de fotografías, y algunos videos y periódicos de esos años que he visto para informarme sobre el sangriento hecho que se vivió en la capital del país en 1968.

Pienso que lo menos que podemos hacer los reporteros es recordar el impactante hecho e informar de ello, escudriñando la verdad, los motivos, las causas, las consecuencias, y además hacer un honesto análisis de cómo o cuánto hemos evolucionado los medios de comunicación, comparados con los de aquellos años; cuánto hemos avanzado informativamente, moralmente y hasta constitucionalmente para ejercer hoy nuestro derecho a informar, con todo el rigor, la dureza y la fiereza necesaria tanto como lo requiera el caso o el hecho. Porque a veces cuando se informa se denuncia, y es y será nuestra responsabilidad trasladar los hechos a letras, como hacemos los de prensa escrita, o trasladarlo a las imágenes, como hacen los reporteros gráficos y camarógrafos y con la aún más responsabilidad, aquellos que hemos estado o están frente a un micrófono encendido donde eres una voz que transmite noticia, opinión y todos aquellos claroscuros que a veces no se perciben por el periodista que está al aire, pero sí por aquellos con los que nos enlazamos “en vivo” y que están, como decimos, apoyándonos desde el lugar de los hechos.

Yo tenía un año de edad cuando la matanza de Tlatelolco, y le concedo que hablar de mi edad no es en absoluto importante, pero lo menciono porque conocer el hecho desde pequeña cuando escuchaba las conversaciones en mi casa –en mi casa donde siempre hubo periódicos, libros y revistas por centenares y miles– desde una temprana edad me daba a la tarea de preguntar qué pasó, cómo pasó, por qué sucedió, dónde, y hasta preguntaba a mi madre y a mis tías: “¿y tú, en dónde estabas cuando eso sucedió?”.

Y mi madre me contaba sobre “la marcha del silencio” –llamada también “Manifestación del silencio”, del 13 de septiembre del 68– y recuerdo cómo me decía que había sido una marcha muy impresionante, porque –platicaba– los estudiantes y padres de familia marcharon –desde el Museo de Antropología hasta el Zócalo–, y en la que se calculó que unas 500 mil personas se habían puesto una cinta adhesiva en la boca, y algunos cargaban ataúdes vacíos, y mi madre me contaba que ella vio esa marcha –ella tendría unos 23 años– y que era muy impactante ver el río de gente avanzar en silencio, manifestando su inconformidad por las represiones estudiantiles por parte del Ejército, quien tenía sitiada la UNAM mínimo con tanques de guerra.

Mi madre solía decirme que aquella marcha “es la más impresionante que he visto”.
También mi tía Ana me llegó a decir que cuando ella se casó ese año, al momento de salir de la iglesia y cuando empezó la lanzadera de arroz por parte de los invitados deseándoles felicidad a los novios, un convoy de tanques de guerra pasó frente a la iglesia y todo el mundo guardó silencio. Comentaba que ahí estaba ella, con su vestido blanco de novia, junto a su entonces esposo, y todos guardaron silencio mientras veían pasar a los militares en sus fortalezas blindadas frente a la iglesia. El sentimiento fue de miedo –comentó mi tía– y temieron que algo grave les sucediera en ese momento.
Son historias leves, comparadas con las historias o anécdotas que quizá muchos de nosotros hemos leído o nos han platicado los mismos sobrevivientes de la masacre, algunos aún líderes estudiantiles que continúan encabezando u organizando estas marchas hacia el Zócalo capitalino, gritando la inequívoca y famosa frase: “¡2 de octubre no se olvida!”.

Una de las cuestiones que siempre he criticado fue la falta de valor de muchos periodistas de la época para informar sobre la matanza en Tlatelolco, sobre todo por parte de directivos y dueños de periódicos, quienes hacían lo que el presidente ordenara a través de pagos en efectivo (chayos, chayote o embutes) y según ‘informan’ los periódicos de la época, sobre todo capitalinos (algunos de provincia como en Sinaloa sí informaron de los hechos pero días después), se trató de un “enfrentamiento entre terroristas y el Ejército Mexicano”. Tachaban a los estudiantes de ‘provocadores’ y algunos medios de comunicación hasta advertían a los padres “cuidar” a sus hijos y “no dejarlos asistir” a mítines ni marchas porque las fuerzas federales “tendrán que actuar de ser necesario”, como reza en varios encabezados el Sol de México en varias fechas desde julio hasta octubre de 1968, y hasta aseguran en la portada y a ocho columnas en una edición de octubre de ese año: “el objetivo: frustrar los XIX Juegos” (olímpicos), que estaban a escasamente una semana de arrancar en nuestro país.

Y le cuento cómo me tocó ver esta evolución periodística en el país.

En 1988 yo ya estaba estudiando en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, y en esos años pude enterarme de viva voz por algunos periodistas de medios capitalinos –principalmente los que cubrían la Presidencia de la República y el Departamento del Distrito Federal (hoy gobierno capitalino)– cómo, dónde y de qué forma se repartían chayos por doquier, principalmente en las giras presidenciales para algunos periodistas que no mencionaré, pero era una época de descaro, cinismo y servilismo al presidente que duró varias décadas en nuestro país.

Fue en ese tiempo cuando asesinaron a Manuel Buendía y pese a lo sabido, tenía el ideal de que el periodismo fuera para mí una profesión digna y de valientes.

Apenas comenzaba en esos años, los 80, el surgimiento de plumas valientes y periodistas aguerridos como los emergidos del viejo Excélsior: Julio Scherer de Proceso y Manuel Becerra-Acosta desde el Unomasuno, por citar a dos ejemplos. Como reportera me enteraba de algunas debilidades de compañeros de la profesión, pero como estudiante, volviendo al 2 de octubre del 68, desde ahí, en la Septién, nos comentaban algunos maestros que algunos periodistas y reporteros gráficos fueron también levantados por la policía y el Ejército y fueron llevados a los separos de la policía en varias delegaciones donde les quitaron sus cámaras y los rollos de fotografía y les advirtieron y amenazaron que no podían salir en dos días y que no se atrevieran a informar nada.

Y efectivamente, al otro día nadie publicó nada sobre una masacre en Tlatelolco y se manejó como un enfrentamiento. Nadie, excepto la periodista Oriana Fallaci –herida de tres balazos: dos en la pierna derecha y uno en el costado izquierdo ese 2 de octubre– informó para el periódico del que ella era corresponsal (L’Europeo’), que habían asesinado a estudiantes en Tlatelolco y así se publicó en Europa y Estados Unidos. Fue debido a la presión internacional, y porque teníamos unos Juegos Olímpicos en casa, que los medios de comunicación variaron las versiones y comenzaron a publicar sólo –pero sólo– parte de la verdad.

Debo reconocer entonces que sí hubo periodistas de vocación en la matanza de Tlatelolco pero no les permitieron informar con veracidad en sus medios de comunicación.

Afortunadamente las cosas han cambiado radicalmente –incluyendo los chayos– y hoy una situación así –como la del 2 de octubre– le daría la vuelta al mundo en cuestión de segundos o minutos y por supuesto no se perdonaría ninguna imagen o narrativa que no fuera totalmente objetiva, informativa y oportuna.

Le dejo aquí, entonces, parte de las vivencias narradas por la propia Oriana Fallaci, una de mis inspiraciones periodísticas, sobre lo que le tocó vivir aquel 2 de octubre, y por qué se fue de México, para no volver jamás…
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Por Oriana Fallaci (Texto íntegro del relato periodístico publicado en la revista Look de 12 de noviembre de 1968).
“Llegué a las 4:45 y la plaza estaba casi llena. Subía a la terraza del tercer piso del edificio en que se hallaban los líderes, sorprendiéndome al ver sólo a unos cuantos, Uno de ellos, que se notaba muy nervioso, dijo que se había demorado porque carros blindados y camiones llenos de soldados estaban desalojando a la gente de la plaza.
“Los líderes tenían planeado anunciar una huelga de hambre, para luego marchar a las instalaciones escolares ocupadas por el ejército, Pero, entonces, dijeron: ‘Compañeros, vamos a cambiar de programa. Nadie irá a la escuela porque nos están esperando para matarnos. Cuando este mitin concluya, nos iremos a nuestra casa.
“Después del anuncio, una chica de unos 17 ó 18 años con voz como de pajarito, dijo: ‘Quiero pedirles que permanezcan tranquilamente, Todos aplaudieron, Luego, otro dijo: ‘Queremos enseñarle al gobierno que sabemos otras formas de lucha. El lunes, iniciaremos una huelga de hambre’.
“En ese momento, un helicóptero apareció sobre la plaza, bajando, bajando. Unos segundos después, lanzó dos luces verdes en medio de la multitud. Yo grité: ‘Muchachos, algo malo va a pasar. Ellos han lanzado luces. Me contestaron: ‘Vamos, usted no está en Vietnam. Pero yo repliqué: ‘En Vietnam, cuando un helicóptero arroja luces, es porque desean ubicar el sitio a bombardear.
“No más de tres segundos después, escuchamos el fuerte ruido de carros militares acercándose y estacionándose alrededor de los lados de la plaza. Los soldados saltaron con su ametralladora y abrieron inmediatamente. No al aire, como para amedrentar, sino contra la gente. En seguida, nos dimos cuenta que en los tejidos había más soldados con ametralladora y pistolas automáticas. Habían estado ocultos. Me helé. Sócrates, el muchacho que tenía el micrófono, gritaba: ¡Compañeros, no corran no se asusten. Es una provocación. Quieren atemorizarnos. No corran!
“Las armas apagaron su voz. E I volvió a gritar: ‘ i No corran!’, y las armas volvieron a disparar. Había mujeres brincando por las escaleras y por las paredes con niños en sus brazos. Yo no tenía idea de a dónde ir y, de repente, escuché un fuerte ruido en las escaleras.
“Estaban disparando y fuimos rodeados por policías vestidos de civil. Cada uno de ellos tenía un guante o pañuelo blanco en su mano izquierda, para que pudieran”‘ reconocerse. Saltaron sobre los dirigentes estudiantiles y sobre mí.
“Uno me jaló de los cabellos y me tiró contra la pared. Me golpeé la cabeza, me doblé y caí.
“En esos momentos, ya había un fuego intenso de los soldados abajo, con rifles, ametralladoras, pistolas automáticas; ametralladoras desde las azoteas y desde helicópteros. Luego, la policía nos ordenó que permaneciéramos tendidos sobre nuestros estómagos. Lo hice. La única manera que uno podía protegerse de las balas que provenían de arriba era cubriéndose detrás de la pared frontal de la terraza. De ese modo, la policía usó esta barrera de seguridad, nos colocó a los arrestados, a lo largo de la pared opuesta, donde nos encontramos expuestos a las balas. Estuvimos tendidos ah í cerca de una hora. Cada vez que hacíamos un movimiento, disparaban sus armas contra nosotros. Me puse terriblemente nerviosa, porque tenían sus dedos en los gatillos. El cañón de una pistola estaba a no más treinta centímetros de mi cabeza.
“Un estudiante me cubrió casi completamente por un cuarto de hora, hasta que un policía empezó a gritar:
“Arrestados, sepárense!
“Aunque estaba amedrentada por la policía, me fui moviendo centímetro a centímetro, hasta desplazarme como medio metro. Al mismo tiempo, escuché una gran explosión, que me recordó a Vietnam, y era la ametralladora de un helicóptero. i Lo conozco! Es un sonido especial. De repente sentí una cosa terrible, como piedras o navajas golpeándome dos veces en la pierna y una en la espalda, del lado derecho.
“El tiroteo empezó a las 5:45. Yo fui herida cerca de una hora después. Estuve ahí hasta las 8:30 o después.”
“…Finalmente, los soldados vinieron y me subieron a una ambulancia. Más tarde, en el hospital, un policía me preguntó:
“‘¿Nombre y apellido?, ¿edad?, “¿qué estaba usted haciendo allá?”. “Trabajando”, contesté’. “¿Agitadora!”
“No, periodista”
“Mis heridas no fueron lo peor. Había una mujer, joven, que perdió la mitad de la cara. Había un muchacho de 15 años. La sangre le fluía abundantemente y nadie hacía nada por él.
“Los médicos no eran tan malos, pero parecía que no podían prestar gran ayuda. Ellos tenían miedo. Además, ocurrieron tres cosas inolvidables, antes que fuera retirada de ahí.
“Había mujeres indígenas ahí, heridas, con sus niños en brazos. Me preguntaron: ¿Periodista?’ ‘Sí’. Levantaron sus dedos en una V” el signo de victoria de los estudiantes.
“También, una enfermera vino a mí “y me dijo: ‘Por favor, diga la verdad, cuando escriba.’ Luego, un joven doctor se acercó y me dijo: ‘Por favor, escriba, por nosotros, todo lo que ha visto. Por favor, por nosotros, escriba la verdad”‘.
Oriana Fallaci, corresponsal de “L’Europeo”, desde su cuarto del Hospital Francés en la ciudad de México. Octubre de 1968.
“No, no voy a dar ninguna entrevista, ninguna, no después de lo que me pasó; me han disparado, me han robado mi reloj, me dejaron desangrarme ahí en el suelo del edificio Chihuahua, me negaron el derecho a llamar a mi embajada… Quiero que la delegación italiana se retire de los Juegos Olimpicos; es lo menos que pueden hacer. Mi asunto va a ir al Parlamento, el mundo entero se va a enterar de lo que pasa en México, de la clase de democracia que impera en este país, el mundo entero. ¡Qué salvajada! Yo he estado en Vietnam y puedo asegurar que en Vietnam durante los tiroteos y los bombardeos (también en Vietnam señalan los sitios que se van a bombardear con luces de bengala) hay barricadas, refugios, trincheras, agujeros, qué sé yo, a donde correr a guarecerse. Aquí no hay la más remota posibilidad de escape. Al contrario. Yo estaba tirada boca abajo en el suelo y cuando quise cubrir mi cabeza con mi bolsa para protegerme de las esquirlas un policía apuntó el cañón de su pistola a unos centímetros de mi cabeza: “No se mueva.” Yo veía las balas incrustarse en el piso de la terraza a mi alrededor. También vi cómo la policía arrastraba de los cabellos a estudiantes y a jóvenes y los arrestaban. Vi a muchos heridos, mucha sangre, hasta que me hirieron a mí y permanecí tirada en un charco de mi propia sangre durante cuarenta y cinco minutos. Un estudiante junto a mí repetía: “Valor Oriana, valor.” La policía jamás atendió a mi petición: “Avísenle a mi embajada, avísenle a mi embajada.” Todos se negaron hasta que una mujer me dijo: “Yo voy a hacerlo.”
He llamado a mi hermana que sale hoy en avión, he llamado a Londres, a Paris, a Nueva York, a Roma. Hoy en la mañana cuando me llevaron a rayos X unos periodistas me preguntaron qué hacía en Tlatelolco: ¿Qué hacía, Dios mío? Mi trabajo. Soy una periodista profesional. Tuve contacto con los líderes del Consejo Nacional de Huelga porque el Movimiento es lo más interesante que sucede ahora en su país. Los estudiantes me hablaron el viernes a mi hotel y me dijeron que habría un gran mitin en la Plaza de las Tres Culturas el miércoles 2 de octubre a las cinco de la tarde. Como no conocía la Plaza y sé que es un centro arqueológico pensé combinar las dos cosas. Por eso fui. Desde que llegué a México me llamó la atención la lucha de los estudiantes contra la represión policiaca. Me asombran también las noticias en sus periódicos. ¡Qué malos son sus periódicos, qué timoratos, qué poca capacidad de indignación! ¡Qué Olimpiadas ni qué nada! Apenas me den de alta en este hospital, me largo”.
Y se fue. Jamás volvió.
De todas las guerras que cubrió, fue en México a donde vino a ser herida.
La lección del 2 de octubre es para todos. Para periodistas. Para quienes lo vivieron. Para los políticos. Los de izquierda abanderan estas marchas cada año. Nunca fueron encontrados los desparecidos, como el hijo de Rosario Ibarra de Piedra; por eso, ni para Oriana, ni para los sobrevivientes, ni para los que no queremos que algo así vuelva a suceder en nuestro país, hagamos presente este día para que nadie olvide un error histórico, una masacre a estudiantes, ejecutada por un hombre que no veía más allá de sus narices (sic), el ex presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien confesaría años después en Madrid, España:
“Pero de lo que estoy más orgulloso de esos seis años, es del año de 1968, porque me permitió servir y salvar al país, ¡les guste o no les guste!, con algo más que horas de trabajo burocrático, poniéndolo todo: vida, horas, trabajo, peligros, la vida de mi familia, mi honor y el paso de mi nombre a la Historia, ¡todo se puso en la balanza! Afortunadamente, salimos adelante, y si no hubiera sido por eso, muchachito, usted no tendría la oportunidad de estar aquí preguntando”.
Adoro a los ‘muchachitos’ así. Y qué bueno que usted no nació el siglo pasado, porque ‘haiga sido como haiga sido’, en aquellos años en México, ser estudiante era una de las cosas más riesgosas que le podía suceder. ¿Cuánto hemos cambiado? Dígalo usted. Hoy hay cientos de ‘muchachitos’ valientes que sin ser reporteros opinan, señalan, exigen, a través de las redes en la Internet. Opine usted entonces, póngale su nombre y apellidos, y tenga la plena seguridad de que cualquiera de nosotros lo podremos leer.
Imagínese lo que hubiera sucedido en Tlatelolco si ya hubiera existido el teléfono celular, con cámara integrada e Internet…
Ahí se lo dejo. ¿La mejor opinión? La de usted.

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